CARLOS HIGGIE
El muy tonto se creía que me quedaría allí, mirando, estático, paradito y quieto como un árbol.
—No podés pasar de aquí —me dijo, y se fue pisando fuerte y haciendo sonar sus botas brillantes, lustradas con furia y esmero.
Siempre fui así, no me gusta que me digan que no puedo. No me gusta. Me revienta que me pongan límites. Claro, a veces era obligado a respetarlos o me rompían el alma a patadas.
Algo así como una rabia sorda (¿o muda?) me empezó a subir de algún lugar del hígado, una cosa insana, anormal, como una ola que avanzaba por mis venas provocando una revolución en mi sangre, una ebullición en todo mi cuerpo.
—No podés pasar de aquí —me dijo, y me dejó allí, parado, esperando que no me moviera, que me quedara como una piedra.
Me revienta que me digan lo que tengo que hacer. Por eso me quedé mirando la raya roja cuidadosamente pintada en el piso impecable; la miraba y no pensaba, porque si me ponía a pensar no sé qué podría ocurrir. La miraba; y la miraba otra vez y me sentía piedra, árbol, cosa. Y no soy cosa. No soy un ser inanimado, no soy lo que ellos, él principalmente, piensan que soy.
Aquella energía o fuego u ola subía desde algún rincón desconocido de mi cuerpo; no, no era del hígado; subía y me calentaba la sangre, me sacudía, me empujaba.
—¡Que se vayan a la mierda! —pensé y miré alrededor. Otros, como yo, estaban allí y me miraban porque adivinaban lo que estaba pensando. Estaban pendientes de mi actitud, querían saber si me animaba o no, si lo iba a hacer o no. Entonces, con un gesto burlón, caminé lentamente hasta la raya roja. Ellos, todos, los que me miraban, caminaron también y se detuvieron cuando yo me paré a escasos centímetros del límite crucial. Paseé mi mirada por todos, sonreí y pisé firme del otro lado de la raya. Antes de escuchar los disparos vi los proyectiles. Pero ya era tarde: todos estábamos del otro lado de la raya, desobedientes, felices como unos idiotas, sin saber si la vida nos iba a premiar o nos iba a condenar por tanta rebeldía.