CARLOS HIGGIE

Hicimos la cometa en el patio, porque mi madre nos corrió de la sala después de ver el desorden: pedazos de caña, papel y mucho engrudo en las baldosas. El sol todavía no calentaba mucho. Toby, el perro loco de mi hermano, venía y me mordisqueaba un pie y después el otro. Yo no quería jugar con él.

Mi padre montaba la cometa con mucha habilidad. Iba describiendo cada paso, como si estuviera dando una clase muy importante. Normalmente él conversaba poco conmigo, casi nada. Era quieto, silencioso, pasaba mucho tiempo pensando y masticando sus pensamientos. Cuando discutía con mamá hablaba mucho, rápidamente, juntando las palabras, usándolas como si fueran balas de una ametralladora infernal. A veces bebía bastante y se enojaba por cualquier cosa. Gritaba y sus gritos me dolían en el alma. Yo rezaba para que mamá se quedara quieta y parara de retrucar. Él era bueno conmigo, a pesar de que yo le tenía un poco de miedo.

La cometa quedó linda. Tenía cuatro cuadrados, a los que mi padre llamaba velas, de colores vibrantes; y papá le puso un roncador negro que, decían mis amigos, roncaba con más fuerza. Ayudé a ponerle flecos y una cola larga, fina y muy leve. Teníamos dos ovillos de piola. Mi padre decía que con eso ella iría tan alto, tan lejos, que llegaría al sol.

Cuando llegamos al campito, el viento soplaba constante y con fuerza. Fue fácil remontar la cometa, a pesar de que era grande, casi de mi tamaño. Otras cometas bailoteaban en el cielo que dolía de tan azul.

Nos sentamos en una pequeña elevación y él me pasó la piola. La cometa coleaba un poco y amenazaba arremeter contra las copas de los árboles más altos. Papá me dijo que le diera un poco de cuerda, o sea, soltar un poco de piola y parar. Me pidió que repitiera la operación varias veces. La cometa encontró una corriente de aire, un viento más favorable y se estabilizó.

Parecía que todo me sonreía: la cometa, el sol, el cielo grandiosamente azul, mi padre con su mano enorme apoyada sobre mis hombros.

Entonces él empezó a hablar. Ofuscado por el esplendor del día, por la felicidad de ver mi cometa volando tan alto, no lograba entender lo que él me decía. Habló y habló, me explicó mil veces, pero yo no quería escuchar, no quería comprender.

Él me dio un beso, que me dolió, en la mejilla y se fue caminando despacito. Yo solté la piola de la cometa que, sorprendida, demoró un instante para percibir que estaba libre y podría volar, surcar los cielos, aterrizar o romperse toda contra los árboles.

Las lágrimas gruesas y extraordinariamente calientes llenaban mis ojos y deformaban la imagen de mi padre que se alejaba lentamente, con su paso cansado y triste.

Deixe um comentário

O seu endereço de e-mail não será publicado. Campos obrigatórios são marcados com *